Para aquellos que hemos vivido el cambio analógico al digital, nos resulta sorprendente la facilidad con que los jóvenes de ahora se aburren. Parece que el aburrimiento ha evolucionado.

Hace algunos años para que un joven se divirtiera, le era indispensable la presencia de otras personas. En el colegio estaba con los compañeros, por las tardes con su familia. Si hacía deportes tenía compañeros de equipo. Incluso para jugar videojuegos, necesitaba la presencia de otra gente, no había internet. Es cierto que los adolescentes buscan momentos de soledad (es lo usual en una etapa donde la dependencia que tienen con sus padres empieza a cuestionarse), pero las actividades en conjunto siempre se viven más intensamente, por lo que incluso ver la televisión se volvió un rito familiar.

Además, los jóvenes tenían que poner atención a las cosas, lo cual les mantenía alerta, por lo tanto, menos aburridos. Para ir a algún lugar, aprendían los caminos para llegar; si querían llamar por teléfono, tenían que memorizar los números; para conseguir información, iban a la biblioteca. Y si no podían aprender por sí solos o la información no estaba disponible, pedían ayuda a sus padres.

Aburrirse era entonces las ganas de hacer algo que tenía que posponerse, había que aguardar a la gente o al momento adecuado para satisfacer ese deseo.

El aburrimiento era el deseo en espera.

De esa cantidad momentos de soledad que se vivían entre escena y escena, los jóvenes aprendían a soportar la desconexión. El camino al colegio, los ratos sin televisor, el tener que esperar para llamar a los amigos o para quedar, preparaban para soportar la frustración y las ausencias. Enseñaba que la verdadera conexión requiere actividad por su parte. Hay que salir a buscar a los otros.

Las nuevas tecnologías mantienen la fantasía de la conexión perenne y de la respuesta instantánea. Así que no importa que físicamente los otros no estén mientras estén conectados a la red. Tal vez sea por eso que se está llegando al extremo de ser más importante la red que el cuerpo (un selfie vale más que la presencia, la foto de una comida es más importante que su sabor). Esto explicaría la angustia que supone estar sin conexión.

El aburrimiento ahora tiene que ver con un error en la conexión, una interrupción en la que el adolescente se enfrenta a los propios pensamientos, a la soledad y al desamparo. Aparece como el destello del saberse incompleto y que necesita algo o alguien para no sentirse solo. Es la aparición del cuerpo olvidado. Es algo que hay que evitar a toda costa: el aburrimiento es angustia.

En el fondo los jóvenes de hoy buscan lo mismo que los jóvenes de antes: ser parte de algo. El deseo de estar conectado sigue siendo el mismo, pero la manera de satisfacerlo ha cambiado radicalmente.

Por eso, lo que nos toca a los adultos es ayudar a los jóvenes a aburrirse, no para que se angustien, sino para que se acostumbren a lidiar con su deseo.

El objetivo de esta reflexión no es decir que tiempos pasados fueron mejores sino señalar las diferencias entre generaciones. Tiempos pasados no fueron mejores, fueron distintos. Parece que para los jóvenes actuales será particularmente difícil entrar en el mundo, porque son dos: el virtual y el real. Para los adultos la dificultad, no será menor. Ayudar a los jóvenes a introducirse en estos mundos que no conocemos muy bien, no es nada fácil.

 

Gabriel Ramírez | Nº de col.: M­31164

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Psicólogo | Cambiando de Rumbo | Madrid